(…viene de la Parte 2)

Mireya Peters | Flickr

Mireya Peters | Flickr

Cuando pisé Puerto Montt aquel viernes, sus calles aún estaban oscuras.

Pese a insistir en que no era necesario, mi amigo Felipe estuvo puntualmente a las 6:30 en el terminal de buses para recogerme. Siendo demasiado temprano para cualquier cosa, nos pusimos al día en las vidas de cada uno junto a un café de gasolinera, hasta que hizo una inocente pregunta:

– ¿Y de dónde sale tu barco?
– Pues desde el Chinquihue -respondí con un dejo de obviedad.
– Sí… ¿pero desde qué parte del Chinquihue?

Sucede que contrario a lo que me figuraba, el Chinquihue (el puerto, no el estadio) es en realidad una larga faja de muelles y marinas que se extienden por varios kilómetros. No saber con precisión dónde uno se dirige es como buscar una casa por el nombre de la avenida… pero sin el número.

Y en nuestro caso, contra el tiempo.

Eugenio Salzmann | Flickr

Eugenio Salzmann | Flickr

Montados en su camioneta, avanzamos y retrocedimos varias veces recorriendo la costa en busca del embarcadero mientras yo intentaba inútilmente llamar a la empresa para obtener una seña. Al final fue la indicación de un guardia lo que nos permitió dar con el sitio, apenas 20 minutos antes del zarpe.

Era hermoso. Lejos de su pasado con indios a remo, el catamarán resultó ser una nave pequeña pero de aspecto moderno y confortable, con 2 cascos que se mecían desafiantes sobre el agua.

Tras despedirme de mi amigo, me uní al grupo de pasajeros que esperaba pacientemente abordar con ayuda de la tripulación, para no tropezar en el vaivén del barco.

Un vaivén suave, pero suficiente para despertar malos recuerdos: hace años había atravesado el canal de Chacao una noche de tormenta, observando aterrado como el transbordador se agitaba con los vehículos en su interior al restallido de las olas. De hecho al llegar nosotros, suspendieron el cruce.

No se lo recomiendo a nadie.

Para apaciguar mi intranquilidad usé la estrategia del libro de autoayuda (o sea, que otra persona te diga lo que ya sabes), acercándome a un sujeto de barba con uniforme de marino (nunca he sabido entender los grados) que resultó ser bastante sociable, pero con una curiosa voz chillona.

¿Y usted ha realizado muchas veces esta ruta? -le pregunté.

Eh… no. La verdad es que es primera vez que la hago.

(La utilidad del prospecto descendió de inmediato un 50%).

¿Pero habrá viajado en otras partes, no?…

Ah, claro. Yo estuve trabajando un tiempo en Brasil, aunque allá son otros barcos y otras aguas. Acá el mar es un poco más traicionero, hay muchas corrientes…

(Esto no estaba resultando).

¿Y qué le parecen estos barcos? -inquirí señalando el catamarán- digamos, ¿son confiables?

Séeee, súper seguros… aunque para ser honestos, a veces tienen problemas cuando el mar está fuerte y tienden a volcarse. Por eso prefiero otros barcos, usted sabe.

(No. No sabía ni quería saber. A esas alturas ya me habría escapado de no ser porque el marino enganchó con la conversación).

¿Y usted cuánto tiempo lleva en la Armada? -dije tratando de dar un giro a la charla.

¿En la Armada? -se sonrió- No, si yo trabajo aquí. Soy el capitán.

(Ahora sí quería vomitar).

Pero mis temores demostraron ser infundados. Al poco rato el cielo despejó ofreciendo no sólo condiciones de navegación inmejorables sino revelando un paisaje idílico, con montañas e islas dignas de El señor de los anillos, el encuentro con algunas toninas juguetonas e incluso recalando en un pueblo de una docenas de casas, cuyos pasajeros abordaron en bote.

Como provinciano en Santiago, añoré la tibieza de vivir en la tranquilidad de un lugar tan pequeño, a lo Cheers, where everybody knows your name.

Sin embargo lo que más me asombró en aquella expedición fue una roca gigantesca que se alzaba en medio del mar, similar a un edificio de 4 pisos pero perfectamente cuadrada. ¿Extraterrestres? ¿Neptuno? Ni idea, pero era de fábula. Como tomada de un capítulo de Simbad el marino.

Mi pecho se contrajo. Cuánto habría deseado…

(Pero bueno. Estaba cada vez más cerca).

Cuando volví a pisar tierra firme eran las 2 de la tarde. Cubrí los pocos metros que separaban al muelle de Chaitén y entonces, por primera vez, sentí el aislamiento de estar en esa frontera tan cercana y tan apartada de Chile a la vez, llamada Patagonia.

Como debía hacer hora hasta las 4 para tomar el bus a La Junta, me dediqué a recorrer el centro del pueblo… lo que en realidad no tomó mucho tiempo pues sólo tenía algunas cuadras (más una costanera preciosa). Muchas casas exhibían letreros en sus ventanas exigiendo una carretera que los uniera al continente y el emblema argentino en señal de amenaza. No los culpo.

Demasiado ansioso para almorzar, me conformé con unas empanadas caseras y un yogurth que compré en un almacén, cuyos anaqueles parecían detenidos en el tiempo. El aroma de la madera era indescriptible.

Poco antes de partir y consciente de que más adelante no tendría señal, llamé por teléfono a mis familiares y amigos para hacerles saber que continuaba vivo. Escucharlos a la distancia me hizo emocionar de una forma que no esperaba.

Al aparecer el bus que nos llevaría por la “jungla fría”, no podía creerlo.

Se trataba de la micro más desvencijada que haya visto en la historia. Un latón verde de 4 paredes sostenidos -en muchas partes- con alambres, asientos sin relleno y una enigmática manguera que cruzaba el pasillo, sobre la que preferí no preguntar.

(Al menos ahora sabía dónde iban los buses dados de baja… de las empresas que usan buses dados de baja).

Pero el viejo veterano hizo honor a sus siglos años de servicio y, aún cuando tuvimos que parar a recoger una escotilla del techo y la puerta trasera durante el trayecto, soportó de forma admirable la inclemencia de la carretera austral.

Más lento que seguro, atravesamos colinas, bosques tupidos, otros inertes y puentes colgantes, divisando lagos y ventisqueros. Un recorrido fantástico pero que, conforme nos acercábamos a destino, me iba provocando una espiral en el estómago.

Sabía que al llegar sólo existían 3 escenarios posibles: ella me amaría inmediatamente (con lo que no quería ilusionarme), me odiaría (pero aún me dejaba chance de convencerla) y la más incierta… que mi rival estuviera allá. Con ella.

Honestamente, no estaba muy seguro de qué hacer en ese caso. Por mi mente desfilaban múltiples posibilidades, desde retirarme vencido y en silencio, hasta lanzarme sobre él y que el sobreviviente se quedara con ella.

Sonaba tentador. ¿Pero y si era más grande que yo?

Tendría que dejarlo al destino.

A las 9 de la noche el paisaje no sólo había oscurecido sino que entrábamos en La Junta bajo una lluvia copiosa. El conductor me dejó a pocos metros del hotel de montaña donde ella estaba alojando, los que corrí para evitar mojarme más de la cuenta y bombear adrenalina.

Entré al lugar con el corazón galopando en mi garganta. Por fin estaba allí.

La recepción era parte de un salón de madera muy grande y finamente acabado que llevaba a un comedor, en el que acababa de ingresar una familia de extranjeros. Miré en todas direcciones tratando de encontrar sus ojos. Las piernas me temblaban.

Hola. ¿En qué te puedo ayudar?

La voz provenía de una mujer joven y menuda, tras el mesón.

Hola. Busco a Andrea…

Oh… Andrea no está. Tuvo que regresar a Concepción por una urgencia. Ayer fuimos a dejarla a Chaitén…

Una broma. Tenía que ser una broma.

Por favor, dígame que es una broma…

(Continúa en la Parte 4…)