(…viene de la Parte 3)

Gustavou | Flickr

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Pero… no entiendo ¿qué pasó? -balbuceé incrédulo.

Parece que su hermano tuvo un accidente en bicicleta y se fracturó una pierna -respondió la mujer- así que Andrea tuvo que viajar a cuidarlo. De hecho ayer la dejamos temprano en Chaitén para que tomara la avioneta. ¿Tú eres amigo de ella?

Sí. Un amigo… vengo de Santiago a verla -respondí sin ganas de dar mayores explicaciones.

¿Pero cómo? -se espantó mi interlocutora- ¿que ella no sabía que vendrías?

No… era una sorpresa.

La noticia aún me tenía choqueado. ¿Podía el destino ser tan cruel de permitirme preparar un viaje durante 2 semanas y recorrer medio Chile cargado de esperanzas sólo para estrellarme de forma tan absurda contra el único escenario que no podía haber previsto?

No era justo. No tenía sentido.

Casi tan contrariada como yo, la mujer -que luego descubriría era la esposa del dueño del hotel– me ofreció usar el teléfono para llamarla. Hablar con ella no remediaría nada, pero no me sentía en condición de hacer objeciones. Marqué lentamente. Mis dedos aún estaban mojados por la lluvia.

Mensaje. Su celular estaba apagado. Nadie atendió tampoco en su casa.

Intenté llamar a su hermano, pero su celular no respondió. Sólo pude contactar al teléfono móvil de su padre.

– ¿Aló, Tío? Habla Christian… sí, ¿está Andrea con usted?
– ¿Andrea? No, Andrea está en Aysén, allá en La Junta…
– ¿Cómo en Aysén? -repliqué extrañado- Pero Tío, si yo estoy acá…
– ¿Aló? No. No escucho… hay problemas de señal…

[La comunicación se cortó].

Por un instante quedé confundido… y entonces lo comprendí todo: Andrea se había marchado usando una mentira.

Aún siendo la mujer más maravillosa del mundo, mi chica no había superado un gran defecto: zafarse de situaciones incómodas valiéndose de mentiras, muchas veces innecesarias. Una suerte de diplomacia mal entendida a la que seguro había echado el guante para volver a Concepción, presa de la soledad que me había comentado por Messenger las veces que nos comunicamos.

Y nunca comprendí por qué. Quizá por las veces que luchamos juntos, que nos animamos el uno al otro para salvar obstáculos, por todas las cosas que superamos, pero aquel escape, aquella huida… me hizo sentir traicionado.

De pronto, un sujeto de ojos claros, alto y fornido se nos acercó.

Connie… ¿qué está pasando? -preguntó frunciendo el ceño.

Se trataba del dueño del hotel y quien había encargado la construcción de la iglesia. Andrea -que tampoco era una taza de leche cuando se molestaba- me había dicho que tuvieron varios roces por su carácter. Una razón más para querer salir de allí, seguramente.

No lo sé -respondió la mujer- Éste chico es amigo de Andrea y vino a verla desde Santiago, pero recién intentó llamarla y el padre le dijo que todavía estaba acá en La Junta y que no sabía nada…

¿Lo ves? -bramó el hombre indignado- ¡Te dije que Andrea nos estaba mintiendo! Ya me parecía extraño todo eso del accidente y la urgencia por irse…

Oh, Dios. Ahora sí que se había armado.

No sólo había hecho el viaje en vano, quedando varado en un pueblo perdido de Aysén para descubrir que ella se había fugado con una mentira: además la había delatado, comprometiendo su práctica. Esto no podía ponerse peor.

El hombre me dio una mirada de desprecio como si el nexo con Andrea me hiciera partícipe sus culpas y se marchó sin decir una palabra. Por un momento sentí que, si existía un agujero negro en el universo, yo estaba al centro de él.

Me dejé caer desolado sobre una banqueta junto a la puerta. Cual matrioska, cayó sobre mí el agobio de estar preso bajo la oscuridad, bajo la lluvia, la soledad y el aislamiento de un pueblo… que ya estaba en una región aislada.

Como no salía de mi ensimismamiento -y quizá con qué semblante- la mujer se apuró en ofrecerme un vaso de agua.

Escucha -me dijo compadecida- En este momento ya es imposible que te vayas de La Junta. Pero si quieres puedo acompañarte al pueblo para que saques un pasaje en un bus que salga mañana. ¿Te parece?

Asentí automáticamente. Guardó mi bolso y partimos en su camioneta.

Para retribuir su amabilidad, durante el camino le conté quien era y las verdaderas razones que me habían llevado hasta La Junta. Connie me escuchaba atenta, mientras recorríamos las pocas cuadras que separaban el hotel de una casa oscura, que oficiaba como paradero de buses.

Ahora, ¿se han fijado como en las películas, cada vez que alguien dice “esto no puede ponerse peor” efectivamente existe una forma de que se ponga peor?

Pues en la vida real también funciona.

¿Cómo que no quedan pasajes? -exclamó ella mientras yo me azotaba la cara.

En efecto, todos los pasajes a Chaitén estaban tomados. De hecho el bus -que comenzaba su recorrido más al sur- ni siquiera se detendría en el pueblo. La única alternativa era hacer dedo en la ruta… o pasar allí todo el fin de semana.

Sin entender por qué los hados se ensañaban conmigo, volvimos en silencio al hotel. Aunque me habría gustado quedarme, un rápido vistazo a los precios de las habitaciones me hizo desistir de inmediato. Una sola noche allí costaría 2/3 de mi presupuesto.

Antes de despedirme, noté que mi anfitriona tenía un problema con el computador de la sala. Le pedí que me permitiera resolverlo. Era lo mínimo que podía hacer.

Y ahí, mientras trataba de desahogar un saturado Windows a 1400 kilómetros de casa, comencé a burlarme de mi propio infortunio. Todo era tan surrealista que decidí dejar de prestarle atención al mundo. Sólo quería una habitación donde derrumbarme. No valía la pena seguirme torturando.

Cuando me echaba el morral al hombro, Connie se acercó para invitarme a cenar. Preocupado de haber causado ya suficientes líos -y de hallar una pensión- lo rechacé, pero entonces sucedió algo inesperado.

Tomándome de los hombros con una dulzura que no olvidaré, me dijo:

Mira, Christian… en honor a una experiencia muy similar a la tuya que viví hace muchos años, por favor déjame que yo te trate como me hubiera gustado que me trataran a mí.

Sentir aquella mano cuando más perdido estaba me quebró. Acepté, con la voz entrecortada.

Para cuando nos sentamos, todos los huéspedes se habían retirado a sus habitaciones, dejándonos a los 3 en la mesa de madera. Connie me narraba su historia, mientras yo la escuchaba algo cohibido por su esposo, quien comía sin prestarme atención y pronunciando sólo monosílabos de vez en cuando.

(Y puede que haya influido el hambre, pero la comida estaba deliciosa).

Comprendiendo al final que yo no tenía nada que ver en la situación con Andrea -o tal vez por las miradas de reproche de su esposa- el dueño del hotel finalmente decidió romper el hielo conmigo.

– ¿Y dónde trabajas tú, Christian? -preguntó con solemnidad.
– En La Tercera. Soy periodista.
– Ahá. Entonces conoces a la gente que escribe en Mouse
– Por supuesto -comenté orgulloso ante la inesperada fama que parecía tener mi revista- Yo escribo ahí.

De pronto el sujeto me miró de reojo.

Espera… ¿cómo dijiste que te llamabas?

Instintivamente retrocedí un poco del asiento antes de responder (por lo general, cuando la gente asocia mi nombre a algo es o para saludarme o para golpearme…).

¡Christian Leal! ¡Pero si yo siempre leo tus artículos! ¡Tú escribiste el de Starter Edition y el de Creative Commons! ¡Soy fanático tuyo! -exclamó con el rostro iluminado.

¿Pueden imaginar mi cara de… ‘WTF‘? No. No comprendía absolutamente nada. El hombre me tenía que estar embromando. Era eso o en vez de Aysén había arribado a un universo paralelo.

De improviso, saltó de la mesa y se dirigió a un estante desde el cual tomó una pila de CDs que trajo a la mesa. Yo le observaba todavía desconcertado.

Mira… -me mostró sonriente- estos los mandé a pedir por tu artículo de Linux. ¡Me llegaron la semana pasada!

No podía creerlo: era una docena de CDs de Ubuntu. ¿Cómo saber que iba a encontrar un entusiasta de la tecnología que me leía justo allí, en medio de la Patagonia? Era insólito. Mi editor iba a reventar de risa cuando le contara.

A partir de entonces el tono en la mesa cambió radicalmente. Cual amigos de toda la vida, charlamos sobre tecnología, periodismo, política, amor y hasta terminamos planificando negocios. Connie sonreía satisfecha.

Aquella noche no sólo dormí en el hotel como invitado… sino que colmando las ironías, lo hice en la habitación que hasta un día atrás había estado ocupando Andrea. Y mientras me arropaba sin acabar de comprender el torbellino emocional de aquella jornada, llegaba a una resolución: no me dejaría vencer. Como fuera, mañana saldría de La Junta y viajaría rumbo a Concepción.

Mi objetivo era hablar con ella y no volvería a Santiago hasta lograrlo.

Sí. Aquel había sido el día más extraño de mi vida.

¿Cómo sospechar que el siguiente lo destronaría?

(Continúa en la Parte 5…)