(…viene de la Parte 6)

Ese domingo desperté sólo cuando el bus se estremeció al aparcar en el terminal. De sueño ligero y tendiendo a sobresaltos, no recordaba otro viaje en bus donde hubiera dormido tan profundamente, lo que claro, no necesariamente significa haber dormido bien.

Concepción estaba oscuro. Y no sólo por la madrugada.

Ya que mi familia seguía de vacaciones esa semana, sólo mi hermano menor estuvo para recibirme, quien tenía reservado sus propios planes de esparcimiento. Lo abracé con fuerza, descansamos un par de horas y luego le invité a almorzar. De camino pasamos a una boletería cercana de EFE para asegurarme un pasaje de regreso a Santiago.

Bien. Tenía hasta las 22 horas de esa noche.

Mientras nos sentábamos en el restaurante sonó mi celular. Era la voz de Andrea.

Christian, voy pasando por el centro. ¿Nos podemos juntar ahora?

Le di las coordenadas y colgué. Había llegado el momento. Pese a los intentos de mi hermano por distraerme, no pude seguir comiendo.

Y así, con un giro de puerta ingresó al local. Se veía hermosa, como siempre había sido. Tomó asiento entre nosotros saludando a mi hermano más efusivamente que a mí. Sus ojos grandes, los mismos que había contemplado con devoción durante 12 años tenían el mismo brillo, pero no me miraban de la misma manera.

Tras pagar, dejamos el bullicio para buscar tranquilidad en mi casa, unas cuadras más allá. Durante el trayecto sólo hablamos de cosas triviales por consideración a Jorge, como si fuera un día normal, como cualquier otro.

Mi hermano subió a preparar sus cosas para salir. Nosotros nos encerramos en la que fue mi habitación.

Ahí se desencadenó todo.

Durante los primeros 10 minutos, dejé que hablara ella. Que se desahogara, que se indignara y hasta me puteara. Que dijera los problemas que le había causado. Que en lo delicado de su situación familiar, sólo le había generado más tensiones. Que ella lo había planeado todo para regresar de La Junta y este chico entrometido (sin su perro), lo había arruinado.

¿Y ahora saben que mentí con lo del accidente, no? -preguntó furibunda.

Nada sacaba con negarlo. Asentí en silencio, mientras ella se llevaba las manos a la cabeza.

¡Por la cresta!… además arruinaste mi práctica, ¿pero por qué? ¿qué tenías que ir a hacer allá?

Pocas veces me había sentido tan acorralado. No pude soportarlo más.

¿Por qué? ¡Porque te amo, maldita sea! -exclamé ofuscado.

Se detuvo en seco, como si mis palabras hubieran girado una llave en ella.

Tragué aire y proseguí mientras mi rostro se contraía. A trompicones, le confesé cuánto la extrañaba… lo imposible que se me hacía la vida sin ella. Que dejarla ir fue un error. Que quedarnos el uno sin el otro era un error…

Siempre quisiste que hicera una locura por ti -le dije compungido- Que no te postergara por el trabajo y le gritara a todos que te amaba… perdóname, nunca pensé que esto iba a terminar así…

Nos miramos el uno al otro en silencio sobre mi cama, como si temiéramos quebrar algo. Entonces, comencé a contarle cómo había sucedido. Cómo planeé el viaje para mantenerlo en secreto. Le conté de Chaitén, La Junta y el dolor de no hallarla. De mi regreso accidentado y del golpe de suerte que me permitió salir de Aysén.

Le conté de mi angustia en Puerto Montt. De mi terror a que le hubiera sucedido algo.

A no volver a verte…

Agarrando mi mochila, saqué uno a uno los regalos que había cargado al hombro todo ese tiempo para ella. Le di la tarjeta y el disco compacto, le entregué sus chocolates favoritos, el peluche que abrigaba de su gato, para que no se sintiera sola…

Y ahí, al entregárselo, sentí que una lágrima caía en mi mano. Tenía sus ojos enrojecidos. Había comprendido.

Me miró con una ternura sobrecogedora y dejando todo a un lado me envolvió con sus brazos. Y mientras me abrazaba, mientras lloraba, me besó. Me arrastró en un beso tan largo y profundo como los océanos que había cruzado, como los años y la adversidad que nos habían unido.

Hundido en su tibieza, sentí que todo había valido la pena.

Pero entonces, como el mar, sus labios comenzaron a recogerse. Lenta pero inexorablemente fue abandonando mi boca, haciéndome sentir como el niño que -por un simple y frágil segundo- se creyó capaz de detener las mareas.

Entrecruzó sus manos con las mías y tras llevarse sus lágrimas, sentenció con voz cortada e imperceptible:

Lo siento, Christian… pero… no puedo.

Bajé la mirada y acepté resignado. Sí. Había dejado atrás bosques y mares, vencido los horarios, el clima y hasta mi presupuesto, podía enfrentarme a rivales o al infortunio. Luchar a muerte contra el pasado y todo quien se cruzara en nuestro camino. Incluso luchar conmigo mismo, contra mis propios errores.

Pero no podía luchar contra ella.

Sentí mis manos sobre las sábanas como si fuera una mortaja. Lentamente apartó las suyas.

Más tarde al salir de casa, la acompañé algunas cuadras hasta donde ella tomaría un bus para regresar a su hogar. Como típico atardecer de domingo en febrero, Concepción estaba desierto, dando a nuestras sombras una aire fantasmal.

¿Sabes?… hay algo que no me cuadra -pregunté de repente- Si saliste de Chaitén el jueves en la mañana, entonces debiste llegar a Concepción el sábado, no el domingo. ¿Qué pasó con ese día?

Me miró por instante, dubitativa, y luego alzó la vista.

Creo que es mejor que no responda esa pregunta -asestó.

En realidad -para mi pesar- ya lo había hecho.

El sol no se vislumbraba cuando regresé solo a casa, desorientado. Los recuerdos de aquellos 3 días se arremolinaban en mi cabeza como los sobrevivientes de un ejército que huía sin orden alguno y ahora, también sin ningún propósito. Me senté sobre los tubos metálicos que protegían un grifo en la esquina de mi calle, con la mente en blanco.

Bueno. ¿Y ahora qué?

Entonces, un rostro conocido se apartó de un grupo de jóvenes que cruzaban festivamente la avenida. Era Claudia, una amiga de infancia que aún vivía en el barrio y a la que no veía desde que marché a Santiago un año atrás… sin siquiera despedirme.

¡Christian! ¿Qué estás haciendo aquí? -exclamó mientras me abrazaba.

Pues… en realidad no lo creerías- respondí.

¡Entonces vamos a mi casa para que me cuentes! -dijo alegremente tironeándome del brazo.

Oye pero… ¿y tus amigos?

¡Nah! A ellos los veo siempre… a ti no.

Me conmovió. Sobra decir que me dejé conducir con docilidad.

En la intimidad de su casa, conté a alguien por primera vez todo lo que había sucedido. Ella me escuchaba absorta, mientras yo escupía palabras, como una confesión, como una exhalación, como una herida que necesitaba eruptar su carga.

Cuando terminé, me dejé caer esperando su primer movimiento. El sermón obligado, que se riera, me retara, compadeciera, aconsejara, burlara o lo que fuera.

Sólo me abrazó.

Ella sabía. No necesitaba más.


Epílogo

Tras cerrar la puerta de mi departamento en Santiago esa madrugada del lunes, dejé caer la mochila y me desplomé exhausto sobre la cama. Quedando algunas horas antes de empezar la jornada, apagué el celular para dormir un rato. Mala idea: cuando desperté tenía 16 llamadas perdidas entre amigos y familiares que -presintiendo el desenlace- me figuraban un potencial suicida.

¿Dónde demonios estabas? -rugió mi padre al teléfono- ¡Estábamos desesperados tratando de ubicarte!

Miré el reloj: ya pasaba el mediodía. Ahí quedaba mi preocupación por presentarme a la hora.

El retraso no fue suficiente para reducir mis ganas de ir a almorzar con Octavio, Manolo y Rodrigo, que me esperaban con ansias para escuchar la historia. Pero mientras les narraba mis desventuras en la amplitud de un mall, mientras nos reíamos del infortunio y me daban sus mejores consejos para el futuro… no pude evitar sentir que algo dentro de mí me punzaba, deshaciéndose.

Al salir del trabajo no tenia deseos de regresar a casa, así que me desvié para caminar por el Parque Forestal aprovechando que la tarde había refrescado. Fue un paseo amargo, con una sensación de pesadumbre sobre mis hombros que crecía a cada paso.

No lo entendía.

Había puesto todo cuánto estuvo de mi parte para demostrar que la quería. Fui más allá de mis propias fuerzas sólo porque en verdad creía. Creía que podía cambiar lo que el destino había dictado… pero fallé. Había vuelto al punto de partida, con las manos vacías.

Pero, ¿realmente tenía las manos vacías?

Por un momento recapitulé todo lo que había pasado. Recorrí casi 3000 kilómetros durante 3 días, me había recobrado de uno y otro golpe, aprendido lecciones, conocido paisajes indescriptibles y -sobre todo- encontrado gente maravillosa.

Al final, no se trató de ella. Ni siquiera de nosotros. Era de lo que creía. De la fuerza que me llevó a viajar en bus, en barco, en avión y en tren sólo porque mi corazón se aceleraba. La misma fuerza que me hizo hallar siempre una forma. Era la misma fuerza que mueve las mareas.

No, no logré mi objetivo, pero obtuve otro aún más insospechado. Y aunque presentía que se acercaba el otoño, para dar paso al invierno y su tristeza, no me vencerían. Ya sabía de lo que era capaz.

Alcé la vista y por un instante observé a la brisa mecer las hojas de los árboles, mientras susurraban algo de uno a otro.

Y sonreí.

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