De niño me encantaba ir al cine Plaza en Concepción. Desde luego, en aquellos tiempos todavía no se convertía en cine porno. De hecho su cartelera era tan distinta que no dudaba en acompañar a mi abuela a la matiné de Semana Santa, donde exhibían en rotativo una todavía más antigua producción española sobre la muerte de Jesús.
En aquella película, descolorida y de escenarios en papel maché, podía verse al Jesús que todos conocemos: caucásico, apuesto, sabio, mesurado, valiente e infinitamente bueno. En otras palabras, perfecto. Un antepasado directo del divino mesías de Zeffirelli, cuyos profundos ojos azules parecían estar en un perpetuo trance con el más allá.
Probablemente por eso y por mi educación de familia católica, colegio católico y universidad católica, me picó tanto la curiosidad el revuelo que había provocado a mediados de los 90 en nuestro país «La última tentación de Cristo», la polémica cinta de Martin Scorsese donde -alegaban- se profanaba la imagen de Jesús.
Si nunca la vieron, no se extrañen. Muchos no pudimos. En 1997 la Corte Suprema accedió al requerimiento de un grupo de abogados católicos, quienes lograron que la reproducción de la película fuera prohibida en nuestro país. Aquel fallo fue condenado y revertido por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en 2001, pero para entonces el daño ya estaba hecho. Pocos recordaban siquiera que la película existiera.
Por entonces, el tema me apasionaba. ¿Qué podía ser tan perverso en esta obra como para que nuestro máximo tribunal decidiera alejarlo de los ojos de la ciudadanía? En tiempos donde internet recién comenzaba a masificarse, sólo había escuchado rumores: que Jesús era mostrado como un ser vil, cobarde, lujurioso y traicionero, capaz de pactar con Satanás para evadir su destino de morir en la cruz.
Aún más escandaloso: que Jesús era mostrado teniendo sexo con María Magdalena.