Jueves, ocho de la tarde. Caminaba por el paseo Ahumada rumbo a mi casa pensando en cuán paradójico resultaba estar rodeado por tantas personas y a la vez sentirse tan solo. Había sido una semana agotadora, un poco depresiva también y aquella caminata sólo contribuía a alimentar mi nostalgia.
En cada familia, en cada grupo de amigos, en cada pareja de la mano, veía a quienes había dejado a atrás. Calles oscuras, carentes de significado, sin historia – sin mi historia – animadas por la luz artificial.
Un náufrago, perdido en un mar de gente.
Erraba cabizbajo bajo estos pensamientos cuando sentí que, a varios metros de allí, alguien gritaba mi nombre. Se trataba de un sujeto gordito, de abrigo largo, que junto a otro tipo más flaco alzaba las manos haciéndome señas. Miré a mi alrededor para cerciorarme de que no se tratara de otra persona.
Pero no. Ambos cruzaron la cuadra para acercarse a mí. El gordito rezumaba felicidad al darme un abrazo y estrecharme la mano.
– ¡Hola, Christian!, ¿qué haces por acá?, ¿cómo te ha ido?…
Su cara me resultaba vagamente familiar. Sin duda le conocía, pero no tenía la menor idea de quién era. Por el contrario, él parecía recordarme muy bien y estaba tan alegre como quien da con un hermano perdido.
– Ho… Hola – saludé entre sorpresa y falso entusiasmo – Sí pues, aquí estamos.
(Qué respuesta más estúpida).
Mientras trataba de responder a la inagotable curiosidad de mi interlocutor, mi cabeza trabajaba a mil por hora tratando de recordar frente a quién me encontraba, pero no había caso. Estaba en una posición bastante incómoda.
– Oye, ¿y cómo está Conce?, ¿y has visto al Lucho?… supongo que viste su película…
Por un momento pensé en decirle honestamente que no tenía idea con quién estaba hablando, pero el gordito parecía tan entusiasmado que no tuve corazón para hacerlo. De hecho, despidió a la persona que le acompañaba para seguir conversando conmigo.
Decidí usar la charla para deducir su identidad, esperando que no me preguntara nada comprometedor. Pronto logré acotar que se trataba de alguien que había conocido en la Universidad, probablemente para el tiempo que trabajé en el Centro de Alumnos… demonios, era tan sociable en ese entonces.
– ¿Y sigues metido en política?
– No ya no. Ahora sólo es un hobby.
– ¿Y qué has sabido de Carlitos?
– Allá está en Conce todavía, pero tiene planes de emigrar…
Luego tomé mi turno exclusivamente para que el asunto no pareciera interrogatorio. Apenas pude hacer dos o tres preguntas triviales, dado que aún no recordaba de quién se trataba. Mientras, el gordito no dejaba de congratularse por haberme visto.
– ¡Pucha!, ¡qué emoción encontrarte por acá! – me dijo dándome unas palmadas en la espalda.
– ¡Sí pues! – mentí no sin cierto sentimiento de culpa.
Al final, y con la excusa de tener su teléfono, le pedí su tarjeta como último recurso para saber quién era. No le quedaba ninguna, pero anotó su nombre, celular y dirección de correo electrónico en una hoja de mi bloc de notas.
Era el colmo. Tampoco me sugirió nada.
Quedamos de llamarnos ‘algún‘ día, para juntarnos en ‘algún‘ lugar a tomar algo. Cuando nos despedimos, me abrazó con cariño y nuevamente me repitió lo contento que estaba de habernos visto.
No estoy seguro del por qué, pero aquel extraño encuentro cambió mi semblante por lo que restaba del día. Fueron casi veinte minutos de tensión y charla ‘a la defensiva’ por no saber con quién hablaba, pero aquel sujeto me había traspasado un poco de esa sensación que tanto me hacía falta: el sentido de pertenencia, y eso me bastó para sonreir.
Y es cuando uno naufraga, siempre es una bendición hallar una isla… aunque sea desconocida.