Cuando en 2008 tuve la oportunidad de conocer España, una de las cosas que más llamó mi atención fue el Metro de Madrid. Infinitamente más intrincado que el santiaguino, tras llegar a mi destino no pude resistir la tentación de tomar algunas imágenes con las cuales retratar el momento.
No logré hacer gran cosa. Aún no posaba mi dedo sobre el disparador cuando un guardia del tren subterráneo, de forma amable pero enfática, me hizo saber que estaba prohibido.
Mi desconcierto inicial quedó sobradamente satisfecho cuando recordé una conversación que había tenido años atrás con una amiga vasca. «Nosotros tenemos terremotos -fanfarroneé en la oportunidad- ¿qué desastres naturales tienen ustedes?». «Nosotros tenemos terroristas», zanjó.