Etiqueta: Amor

Una pequeña explicación…

Mi narración comenzó intempestivamente. Tanto, que muchos de ustedes quedaron con varias preguntas, las que antes de retomar la pauta normal de esta bitácora no me gustaría dejar sin respuesta.

¿Por qué decidí contar esta historia? Porque fue una especie de catarsis. Cerrar un ciclo triste que comencé hace poco más de 2 años cuando mi vida -en cierto sentido- colapsó y me llevó una buena dosis de porrazos recuperar.

Ese viaje fue muy especial para mí por las razones que ahora conocen, y siempre supe que algún día acabaría plasmándolo en el blog por una razón muy básica: la escritura es mi instrumento de expresión.

Noté que a muchos de ustedes les sirvió de inspiración, recuerdo o -incluso- advertencia. Si a alguno le fue de ayuda, ya hace que haya valido la pena.

¿Por qué ahora? Porque era el momento. Cuando remodelé este sitio les conté sobre una amiga para quien los tatuajes son una forma de marcar hitos en su vida. Narrarla era para mí esa marca, ese último ritual y, ¿saben algo?, siento como si me hubiera quitado un peso de encima. Es más, me siento excelente 🙂

(Por cierto, esa ‘amiga’ era la misma Claudia del relato… que está pololeando muy feliz, bien, gracias).

¿Si Andrea lee esta historia? No lo sé. No sé de ella hace meses y creo que es mejor para los 2 de esa forma. Aún así, la última vez que nos vimos le comenté que tenía la idea de contarla acá. “¿Por qué no lo haces?”, respondió amablemente. Seguro. No me habría gustado pasarla a llevar.

Tampoco me gustaría que esta narración plasmara una impresión equivocada. Puede que durante esos 4 días haya sido mi antagonista, pero también durante 12 años fue mi amiga y compañera. Siempre -siempre- la querré por eso.

Para terminar, agradezco a todos y a cada uno de ustedes el que me hayan “acompañado” en esta travesía. De un desahogo íntimo, acabó transformado insospechadamente en un experimento literario y social impresionante que aún me tiene perplejo. Aunque a la gran mayoría no los conozco, me hacen sentir que no estoy solo.

Y a quienes sí conozco, a Alberto, Claudio, Cristian, Juque, Manolo, Marcelo, María Pastora, Octavio, Rodrigo y Romina (mil disculpas si olvido a alguien), que estaban ahí cuando este lío aún no se había gestado, el mayor de los abrazos.

Pero sobre todo a Connie y Alan -mis salvadores en La Junta- que sin siquiera conocerme me tendieron la mano. Un lector que los conocía les avisó y nos volvió a poner el contacto. Wow! Otro ribete inesperado de esta historia.

¡Oh! ¿Sabían que ellos se conocieron a través de Internet y se casaron pese a la distancia? Para quienes hayan quedado con hambre de un final feliz, los invito a conocer su historia.

Por mi parte, cuelgo el disfraz de emo. ¡Y de regreso a las ñoñerías!

(PD: Si alguien quiere hacerse con toda la historia de un zopetón, Oscar tuvo la amabilidad de pasarla a un archivo de texto (ODT). ¡Gracias por la iniciativa!)

Entre tú y mil mares (Parte 7)

(…viene de la Parte 6)

Ese domingo desperté sólo cuando el bus se estremeció al aparcar en el terminal. De sueño ligero y tendiendo a sobresaltos, no recordaba otro viaje en bus donde hubiera dormido tan profundamente, lo que claro, no necesariamente significa haber dormido bien.

Concepción estaba oscuro. Y no sólo por la madrugada.

Ya que mi familia seguía de vacaciones esa semana, sólo mi hermano menor estuvo para recibirme, quien tenía reservado sus propios planes de esparcimiento. Lo abracé con fuerza, descansamos un par de horas y luego le invité a almorzar. De camino pasamos a una boletería cercana de EFE para asegurarme un pasaje de regreso a Santiago.

Bien. Tenía hasta las 22 horas de esa noche.

Mientras nos sentábamos en el restaurante sonó mi celular. Era la voz de Andrea.

Christian, voy pasando por el centro. ¿Nos podemos juntar ahora?

Le di las coordenadas y colgué. Había llegado el momento. Pese a los intentos de mi hermano por distraerme, no pude seguir comiendo.

Y así, con un giro de puerta ingresó al local. Se veía hermosa, como siempre había sido. Tomó asiento entre nosotros saludando a mi hermano más efusivamente que a mí. Sus ojos grandes, los mismos que había contemplado con devoción durante 12 años tenían el mismo brillo, pero no me miraban de la misma manera.

Tras pagar, dejamos el bullicio para buscar tranquilidad en mi casa, unas cuadras más allá. Durante el trayecto sólo hablamos de cosas triviales por consideración a Jorge, como si fuera un día normal, como cualquier otro.

Mi hermano subió a preparar sus cosas para salir. Nosotros nos encerramos en la que fue mi habitación.

Ahí se desencadenó todo.

Durante los primeros 10 minutos, dejé que hablara ella. Que se desahogara, que se indignara y hasta me puteara. Que dijera los problemas que le había causado. Que en lo delicado de su situación familiar, sólo le había generado más tensiones. Que ella lo había planeado todo para regresar de La Junta y este chico entrometido (sin su perro), lo había arruinado.

¿Y ahora saben que mentí con lo del accidente, no? -preguntó furibunda.

Nada sacaba con negarlo. Asentí en silencio, mientras ella se llevaba las manos a la cabeza.

¡Por la cresta!… además arruinaste mi práctica, ¿pero por qué? ¿qué tenías que ir a hacer allá?

Pocas veces me había sentido tan acorralado. No pude soportarlo más.

¿Por qué? ¡Porque te amo, maldita sea! -exclamé ofuscado.

Se detuvo en seco, como si mis palabras hubieran girado una llave en ella.

Tragué aire y proseguí mientras mi rostro se contraía. A trompicones, le confesé cuánto la extrañaba… lo imposible que se me hacía la vida sin ella. Que dejarla ir fue un error. Que quedarnos el uno sin el otro era un error…

Siempre quisiste que hicera una locura por ti -le dije compungido- Que no te postergara por el trabajo y le gritara a todos que te amaba… perdóname, nunca pensé que esto iba a terminar así…

Nos miramos el uno al otro en silencio sobre mi cama, como si temiéramos quebrar algo. Entonces, comencé a contarle cómo había sucedido. Cómo planeé el viaje para mantenerlo en secreto. Le conté de Chaitén, La Junta y el dolor de no hallarla. De mi regreso accidentado y del golpe de suerte que me permitió salir de Aysén.

Le conté de mi angustia en Puerto Montt. De mi terror a que le hubiera sucedido algo.

A no volver a verte…

Agarrando mi mochila, saqué uno a uno los regalos que había cargado al hombro todo ese tiempo para ella. Le di la tarjeta y el disco compacto, le entregué sus chocolates favoritos, el peluche que abrigaba de su gato, para que no se sintiera sola…

Y ahí, al entregárselo, sentí que una lágrima caía en mi mano. Tenía sus ojos enrojecidos. Había comprendido.

Me miró con una ternura sobrecogedora y dejando todo a un lado me envolvió con sus brazos. Y mientras me abrazaba, mientras lloraba, me besó. Me arrastró en un beso tan largo y profundo como los océanos que había cruzado, como los años y la adversidad que nos habían unido.

Hundido en su tibieza, sentí que todo había valido la pena.

Pero entonces, como el mar, sus labios comenzaron a recogerse. Lenta pero inexorablemente fue abandonando mi boca, haciéndome sentir como el niño que -por un simple y frágil segundo- se creyó capaz de detener las mareas.

Entrecruzó sus manos con las mías y tras llevarse sus lágrimas, sentenció con voz cortada e imperceptible:

Lo siento, Christian… pero… no puedo.

Bajé la mirada y acepté resignado. Sí. Había dejado atrás bosques y mares, vencido los horarios, el clima y hasta mi presupuesto, podía enfrentarme a rivales o al infortunio. Luchar a muerte contra el pasado y todo quien se cruzara en nuestro camino. Incluso luchar conmigo mismo, contra mis propios errores.

Pero no podía luchar contra ella.

Sentí mis manos sobre las sábanas como si fuera una mortaja. Lentamente apartó las suyas.

Más tarde al salir de casa, la acompañé algunas cuadras hasta donde ella tomaría un bus para regresar a su hogar. Como típico atardecer de domingo en febrero, Concepción estaba desierto, dando a nuestras sombras una aire fantasmal.

¿Sabes?… hay algo que no me cuadra -pregunté de repente- Si saliste de Chaitén el jueves en la mañana, entonces debiste llegar a Concepción el sábado, no el domingo. ¿Qué pasó con ese día?

Me miró por instante, dubitativa, y luego alzó la vista.

Creo que es mejor que no responda esa pregunta -asestó.

En realidad -para mi pesar- ya lo había hecho.

El sol no se vislumbraba cuando regresé solo a casa, desorientado. Los recuerdos de aquellos 3 días se arremolinaban en mi cabeza como los sobrevivientes de un ejército que huía sin orden alguno y ahora, también sin ningún propósito. Me senté sobre los tubos metálicos que protegían un grifo en la esquina de mi calle, con la mente en blanco.

Bueno. ¿Y ahora qué?

Entonces, un rostro conocido se apartó de un grupo de jóvenes que cruzaban festivamente la avenida. Era Claudia, una amiga de infancia que aún vivía en el barrio y a la que no veía desde que marché a Santiago un año atrás… sin siquiera despedirme.

¡Christian! ¿Qué estás haciendo aquí? -exclamó mientras me abrazaba.

Pues… en realidad no lo creerías- respondí.

¡Entonces vamos a mi casa para que me cuentes! -dijo alegremente tironeándome del brazo.

Oye pero… ¿y tus amigos?

¡Nah! A ellos los veo siempre… a ti no.

Me conmovió. Sobra decir que me dejé conducir con docilidad.

En la intimidad de su casa, conté a alguien por primera vez todo lo que había sucedido. Ella me escuchaba absorta, mientras yo escupía palabras, como una confesión, como una exhalación, como una herida que necesitaba eruptar su carga.

Cuando terminé, me dejé caer esperando su primer movimiento. El sermón obligado, que se riera, me retara, compadeciera, aconsejara, burlara o lo que fuera.

Sólo me abrazó.

Ella sabía. No necesitaba más.


Epílogo

Tras cerrar la puerta de mi departamento en Santiago esa madrugada del lunes, dejé caer la mochila y me desplomé exhausto sobre la cama. Quedando algunas horas antes de empezar la jornada, apagué el celular para dormir un rato. Mala idea: cuando desperté tenía 16 llamadas perdidas entre amigos y familiares que -presintiendo el desenlace- me figuraban un potencial suicida.

¿Dónde demonios estabas? -rugió mi padre al teléfono- ¡Estábamos desesperados tratando de ubicarte!

Miré el reloj: ya pasaba el mediodía. Ahí quedaba mi preocupación por presentarme a la hora.

El retraso no fue suficiente para reducir mis ganas de ir a almorzar con Octavio, Manolo y Rodrigo, que me esperaban con ansias para escuchar la historia. Pero mientras les narraba mis desventuras en la amplitud de un mall, mientras nos reíamos del infortunio y me daban sus mejores consejos para el futuro… no pude evitar sentir que algo dentro de mí me punzaba, deshaciéndose.

Al salir del trabajo no tenia deseos de regresar a casa, así que me desvié para caminar por el Parque Forestal aprovechando que la tarde había refrescado. Fue un paseo amargo, con una sensación de pesadumbre sobre mis hombros que crecía a cada paso.

No lo entendía.

Había puesto todo cuánto estuvo de mi parte para demostrar que la quería. Fui más allá de mis propias fuerzas sólo porque en verdad creía. Creía que podía cambiar lo que el destino había dictado… pero fallé. Había vuelto al punto de partida, con las manos vacías.

Pero, ¿realmente tenía las manos vacías?

Por un momento recapitulé todo lo que había pasado. Recorrí casi 3000 kilómetros durante 3 días, me había recobrado de uno y otro golpe, aprendido lecciones, conocido paisajes indescriptibles y -sobre todo- encontrado gente maravillosa.

Al final, no se trató de ella. Ni siquiera de nosotros. Era de lo que creía. De la fuerza que me llevó a viajar en bus, en barco, en avión y en tren sólo porque mi corazón se aceleraba. La misma fuerza que me hizo hallar siempre una forma. Era la misma fuerza que mueve las mareas.

No, no logré mi objetivo, pero obtuve otro aún más insospechado. Y aunque presentía que se acercaba el otoño, para dar paso al invierno y su tristeza, no me vencerían. Ya sabía de lo que era capaz.

Alcé la vista y por un instante observé a la brisa mecer las hojas de los árboles, mientras susurraban algo de uno a otro.

Y sonreí.

Si lo deseas, puedes leer un pequeño acápite

Entre tú y mil mares (Parte 6)

(…viene de la Parte 5)

Pequeñuelasssss | Flickr

Pequeñuelasssss | Flickr

Sencillamente quedé paralizado, impotente viendo cómo el barco se alejaba.

Por un segundo pensé correr a la playa, hacerle señas cual náufrago, lanzarme a nado, atrincherarme en las oficinas de la naviera y exigir por radio que regresara, pero no tenía caso. El transbordador iba cada vez más lejos…

Me senté solo, ahí mismo en la costanera, a observar cómo desaparecía.

Tras recuperar el aliento, recorrí las oficinas de transporte sólo para confirmar lo que ya sabía: todos los barcos y aviones habían partido. Mi oportunidad más próxima de salir de Palena era tomar una barcaza el domingo, que me llevaría hasta Quellón en Chiloé y desde ahí en bus a Puerto Montt. También podía tomar un avión, aunque costaría 3 veces más caro.

Fraisid | Flickr

Fraisid | Flickr

Como fuere, en ambos casos tenía que pasar un día completo en Chaitén.

Había perdido -por minutos- la posibilidad de llegar a Concepción.

Comencé a errar por la costanera pensando ya en buscar alojamiento cuando me topé con un pequeño quiosco de turismo. Era de madera con grandes ventanales y se alzaba sobre la playa como un palafito. Dentro, una chica escuchaba radio con cara de aburrida. Las calles de Chaitén estaban desiertas.

Decidí entrar y contarle mi predicamento (no todo, sólo la necesidad de transporte) por si conocía alguna forma alternativa de volver a Puerto Montt. Algún catamarán especial o recorrido del que no estuviera al tanto.

Uf -me dijo mientras recuperaba la compostura- lo veo complicado. Por horario no tienes cómo salir hasta mañana.

(Por favor, dime algo que no sepa).

Pero, ¿sabes? -agregó entonces- en algunas ocasiones, los aviones tienen viajes especiales de empresas. Quizá puedan acomodarte si es que hay alguno disponible…

Sí. Ya consulté y en el único que tienen programado me aseguraron que no les queda espacio -repliqué con desazón.

Mmm… entonces quizá debas ir y preguntar de nuevo. Acá nunca se sabe.

La chica no era especialmente atractiva, pero tenía algo que la hacía agradable. Le agradecí y, mientras salía del quiosco, me detuve por algo que masculló:

– ¿Cómo dijiste?
– Que no pierdas la esperanza -remarcó mientras revisaba unos papeles, ya casi sin prestarme atención.

Es muy probable que para ella sólo fuera una expresión de buena crianza. Claro, no podía sospechar cuán significativas eran esas palabras para mí.

Siguiendo el ejemplo de mi madre que ha obtenido muchas cosas en su vida en base a cateteo (incluyendo a mi padre), recorrí nuevamente las 3 oficinas de aviones de Chaitén. En la primera me miraron con cara de “¿y este es tonto?”, la segunda ya había cerrado, en la tercera tuve que esperar a que el sujeto que atendía cortara el teléfono.

Tú eras el que quería ir a Puerto Montt, ¿no? -dijo apenas colgó.

Respondí afirmativamente, sorprendido de que lo mencionara.

Mira que tienes suerte. Unos gringos necesitaban venir a Chaitén urgente así que pagaron el chárter completo. Y como el avión tiene que regresar a Puerto Montt de todas maneras, te puede llevar de vuelta.

De haber sido gay lo habría besado. ¡No podía creer que mi suerte diera tal vuelco! Aunque saliera más caro, pagué mi boleto gustoso.

Sólo 30 minutos más tarde estaba camino al aeródromo para viajar en la nave de la empresa familiar Hein, cuya mayor anécdota era contar con orgullo que el padre del piloto había unido por primera vez Chaitén por vía aérea aterrizando en las calles del pueblo.

Su hijo heredó la misma pasión por volar y se notó desde el primer momento, cuando lo vi descender de la pequeña máquina disfrazado de Joe McQuack. Sólo esperaba que no pilotara de la misma manera.

Me acomodaron en el último asiento, hacia la cola del avión.

– ¿Por qué debo ir tan atrás si el avión está vacío? -protesté.
– Por lo mismo -respondió el hombre- para balancear el peso.

No estaba seguro si eso debía tranquilizarme.

La primera parte del vuelo me pareció estar inmerso en la dimensión desconocida: el cielo estaba asbolutamente nublado y hacia donde mirara sólo se veían unos metros de blanco invierno. Con mi suerte cambiante, no me habría extrañado toparnos de frente con un jet de LAN.

Sin embargo la travesía no sólo fue mucho más tranquila (y agradable) de lo que habían sido mis últimos 2 periplos sobre aviones, sino que más adelante descendimos hasta una altura que me permitió observar la magistral belleza de la zona. Google Earth era una alpargata.

Apenas descendimos en El Tepual abordé un colectivo al que pagué un poco más por llevarme hasta el terminal de buses. Eran las 15:30 horas del día sábado y, siendo la capital del turismo local, temí que mis posibilidades de viaje volvieran a ponerse en contra mía.

Previsiblemente, el recinto estaba hecho un avispero: una muchedumbre entre nacionales y extranjeros se agolpaba buscando un bus para llegar a cualquier parte, mientras la mayoría de las boleterías exhibían sendos carteles sentenciando “A Santiago agotado”. Ni aún queriendo volver a la capital habría podido.

Concepción tampoco lo hacía mal. Lo mejor que conseguí fue uno de esos recorridos de Tur-Bus que atraviesan todos los pueblos del mundo, saliendo -para rematar- a las 8 de la noche. La encargada me dijo que llegaría pasadas las 6 de la mañana del domingo, lo que al menos me dejaba ese día.

Me consideré afortunado.

Obligado a desperdiciar la tarde, retomé un vicio que casi había abandonado (comer) por lo que decidí honrar la gastronomía local almorzando en McDonald’s. Allí pasé 2 horas jugando Nintendo, viendo capítulos añejos de los Thundercats y preguntándome si no debí haber comprado una cajita feliz para quedarme el juguete (¿qué?… tenían figuritas de Megaman).

Aburrido, pasé la siguiente hora vagando por el centro de Puerto Montt al son de una lluvia intermitente. Y allí, mientras me repetía las mismas vitrinas una y otra vez, el ocio clavó en mi mente una duda que me causó escalofríos.

Si Andrea ya estaba en Concepción, nada impedía que se reuniera con mi rival e incluso que salieran de la ciudad. ¿Podía ser que fuera hasta el Bio Bio sólo para quedar nuevamente rezagado? Por desgracia, habían grandes probabilidades.

El teléfono me tembló en la mano. Si la llamaba, me aseguraría de encontrarla en la ciudad y arreglar un encuentro, aunque perdería el factor sorpresa que tanto me había costado cuidar. Si no lo hacía, me arriesgaba a viajar otra vez… apostando todo o nada.

Llamar o no llamar. He ahí el dilema.

Vacilé por un instante frente a la ruta que conducía a Angelmó y entonces decidí que ya había tenido suficiente. Perdería el impacto de la sorpresa, pero no estaba dispuesto a pasar otra jornada como la de Aysén. Dispuesto a confesar, marqué su número de teléfono.

Al igual que ayer desde La Junta, no obtuve respuesta.

Marque el teléfono de su casa. Me respondió su hermano.

– Hola Pedro, ¿qué tal?
– Hola Christian. Súper bien. ¿Y tú?

Que el motivo del viaje había sido un invento no requería mayor confirmación.

– Bien… ¿puedes comunicarme con tu hermana, por favor?
– No, mi hermana está en La Junta.

Molesto de que se me siguera incluyendo en el jueguito, mi tono se puso ácido.

– Pedro… ya sé que tu hermana no está en La Junta. Por favor pásame con ella.

– Pero Christian, no te estoy mintiendo -añadió mosqueado- mi hermana no está acá, está en Aysén.

La respuesta me hizo detener en seco.

– Pedro… por favor, necesito saber la verdad. Mira, yo ahora estoy en Puerto Montt; acabo de regresar de La Junta y te aseguro que tu hermana no está allá. Me dijeron que salió hace 2 días para Concepción, así que ya debería estar o haber pasado por ahí…

– ¡Te estoy hablando en serio! -replicó inquieto- Hace días que no sé de mi hermana y nunca mencionó nada de regresar a Conce. Ahora me estás preocupando a mí…

Yo me había orinado.

(Figurativamente, claro).

Quedando sólo una hora y media antes de la salida del bus, me encontré hirviendo de angustia mientras llamaba a todo familiar o amigo suyo que registrara mi agenda. Incluso hablé con personas con las que -después de nuestro quiebre- no deseaba mantener contacto, pero fue en vano: Andrea se había esfumado, y nadie, absolutamente nadie, tenía idea siquiera de que hubiera salido de Aysén.

En mi mente, decenas de escenarios trágicos se tomaban turnos para atormentarme. ¿Y si algo le había sucedido en Puerto Montt mientras esperaba abordar el bus? ¿O si había sufrido algún accidente en el camino? ¿O si al llegar temprano y sola a Concepción alguien la había atacado?…

Ella era tan bonita y tan frágil que podía haberle sucedido cualquier cosa… y yo no había estado ahí para protegerla.

Alterado en extremo, liquidé 2 tarjetas de celular y luego me parapeté en un centro de llamados, escupiendo maldiciones cada vez que alguien me decía no tener noticias. Su mejor amiga y su padre comenzaron su propia cadena tratando averiguar donde estaba. Todo resultó inútil.

Cuando mi reloj se preparaba a marcar las 20 horas, yo estaba sentado frente al andén hecho un andrajo. Con los nervios destrozados por la incertidumbre me preparaba a abordar el bus cuando sonó mi celular. El número era desconocido.

– ¿Aló? ¿Christian?

– ¡Andrea! -grité al reconocer su voz.

– Sí, soy yo… ¿pero qué pasa? ¡acá todos tienen el medio escándalo buscándome! -reclamó indignada.

– ¿P-p-pero estás bien?, ¿te encuentras bien? -balbucée aún emocionado.

– ¡Claro que estoy bien, pero estoy muy molesta! -protestó secamente- Acabo de llegar a Concepción queriendo dar una sorpresa a mi papá y mi hermano y me encuentro con que está la escoba porque tú anduviste en La Junta y les dijiste que no estaba…

Sólo en ese momento, diluido el alivio, me cayó el tejo de cuán profundamente la había cagado.

– Espera un momento -la interrumpí notando que el bus se me escapaba- mira, yo ahora voy saliendo para Concepción. Quiero que hablemos…

– ¡Yo también quiero que hablemos! ¡Esto tiene que acabar ahora! -exclamó.

– Okey… okey… -musité.

Ni aquella tarde en el Metro. Ni aquella mañana en la oficina. Ni aquella noche en La Junta. Ni aquel mediodía en Chaitén… sentí una amargura, una derrota y un desamparo como en ese instante.

Deshecho, me hundí en el asiento del bus. Irónicamente, en los asientos del lado, frente al pasillo, viajaba una pareja de adolescentes. Ambos se miraban con ternura, se acariciaban y se daban golosinas en la boca mientras comentaban la película que había comenzado a proyectarse.

Los odié. Sentí deseos de gritarles. De decirles que estaban viviendo una ilusión. Que pronto uno de los dos se traicionaría y quedaría herido. Que estaban disfrutando de una total, absoluta y vulgar mentira.

¿Pero qué sentido tenía?

Me di vuelta y mientras el sopor del cansancio me cerraba los ojos, alcancé a ver que cruzábamos la noche de Puerto Varas, con su gente en las calles, sus risas, su alegría, sus luces…

Quizá Alberto había tenido razón.

(Finaliza en la Parte 7…)

Entre tú y mil mares (Parte 5)

(…previously on FT)

Espacio y Tiempo

Espacio y Tiempo

Aún cuando mis anfitriones me habían sugerido que durmiera hasta tarde (y ganas no me faltaban), esa mañana de sábado me encontró en pie, decidido a salir de La Junta en cuanto fuera posible.

En la recepción ya estaba Connie instalada, quien me invitó a desayunar junto a Alan -su esposo- antes de seguir camino. Acepté gustoso, no sin antes pedirle que llamara a la gasolinera del pueblo para “encargarme”, en caso de que pasara algún vehículo, como habíamos convenido el día anterior.

El plan era instalarme a la salida del pueblo en espera de que alguien se dignara llevarme. La tarea se presagiaba difícil pero, si iba con la “recomendación” del hotel, quizá tendría más chance.

De pronto, el tono de voz de Connie me hizo notar que algo sucedía.

Dicen que acaba de pasar un bus a Chaitén -sentenció mientras colgaba el teléfono.

Por instante la miré desconcertado. ¡Maldita sea! Otra vez la oportunidad estaba allí y se me escapaba. ¿Por qué el destino insistía en burlarse de mí? ¿Por qué demonios se empecinaba en…

¿Carlos, me escuchas? -dijo Connie interrumpiendo mi monólogo emo al sacar un aparato de radio- Trae la camioneta. Necesitamos una “persecución“.

Whoa. Definitivamente este no iba a ser un día tranquilo.

Y no sé si aquel sería un procedimiento acostumbrado en esas latitudes, pero casi ni alcanzo a despedirme cuando me encontré aferrado al asiento, mientras el vehículo rugía tragando el ripio mojado de la carretera austral.

¿Qué? ¿No le tienes confianza a mi conducción? -se rió el chofer medio ofendido al hacer los cambios cuando notó que estaba agarrotado en la cabina.

No, no, no. Si está bien -mentí sin sacar la vista de encima al barranco que perfilábamos.

Era lo más cercano que había estado a los Dukes de Hazzard.

Pronto lo divisamos. Era un minibus más pequeño pero también más nuevo que el del día anterior, por lo que se desplazaba más rápido. Comenzamos a hacerle señas para que se detuviera, pero extrañamente parecía ignorarnos.

– ¿Qué pasa? ¿Por qué no se detiene? -le pregunté al chofer.
– No lo sé. Quizá no nos ve…

Tras muchos ademanes, por fin el bus se orilló. Aliviado (por partida doble) me despedí efusivamente de Fittipaldi, corrí hasta la entrada del bus y toqué la puerta, segundos antes de que… partiera.

¡El bus me había dejado ahí sin siquiera abrir!

Y para agregar el horror a la confusión, al volver la vista atrás descubrí que la camioneta ya no estaba. El chofer se había marchado asumiendo que viajaba sobre el bus, por lo que me encontré solo, abandonado bajo una fina llovizna, justo en mitad de la nada.

¿Y ahora… qué hago?

(CSM… ¿y si habían pumas?)

Por fortuna no alcancé a entrar en modo pánico. Siendo muy angosto el flanco, la camioneta había adelantado al bus para dar la vuelta, por lo que a su regreso me encontró llorando estoicamente en el camino.

– Pero… ¿qué pasó? -me preguntó el chofer asombrado.
– ¡No tengo idea! ¡El bus ni siquiera me abrió la puerta! -exclamé.
– ¡Ya! ¡Vamos de nuevo!

Y vuelta a Miami Vice edición Patagonia.

Esta vez tardamos más aún en lograr que el bus se detuviera. Para no correr riesgos, el chofer me esperaría hasta tener la certeza de que había subido. Me acerqué directamente a la ventana del conductor de la máquina.

– Necesito ir a Chaitén -le pedí con la respiración entrecortada.
– ¡No tengo espacio! -espetó malhumorado.
– ¡Por favor! Es una urgencia…
– Te estoy diciendo que no tengo espacio.
– Se lo ruego -supliqué resuelto a no quedarme ahí- Lléveme aunque sea en el pasillo. ¡Le daré 5 mil pesos!

Desconozco si fue el ofrecimiento de dinero -o quizá la presión social de los compadecidos pasajeros- pero el sujeto hizo una mueca y me permitió subir.

Aunque estaba mentalizado a no tener asiento, un pasajero amable me cedió su puesto -justo tras el conductor- y se fue a acomodar junto a un grupo, al fondo del vehículo. Escuchando, pronto entendí la razón de tal mal genio: se había quedado en una celebración familiar y ahora el hombre conducía trasnochado.

Varias veces se detuvo a mojarse la cara en las vertientes del camino, para evitar los pestañeos.

Comencé a conversarle para mantenerlo despierto y acabamos haciendo buenas migas. Me contó que efectivamente, en la carretera habían pumas, pero que pocas veces se atrevían a meterse con el hombre.

Hace años con unos amigos se nos apareció uno justo en frente, pero dio media vuelta -confidenció.

El viaje era una de esas travesías propias de las zonas rurales que más parecen paseos escolares. Dos veces paramos frente a parcelas porque alguien quería “comprar queso”… o porque otro quería “ir al baño”.

Cuando pasamos por Villa Santa Lucía -a mitad de camino- la concurrencia reparó en un carabinero que ayudaba a una vecina a pintar la puerta de su casa.

Esto sí que es novedad -exclamó un hombre con el típico acento sureño- …un carabinero trabajando.

Las risotadas me hicieron comprender que su humor, aunque más inocente, no era tan distinto del nuestro.

Cuando mi reloj marcó el mediodía, comencé a preocuparme. Aún faltaba bastante para llegar a Chaitén y, según mis anotaciones, el último barco -e incluso la última avioneta- de regreso a Puerto Montt partían a las 2 de la tarde. Luego, no habría otra forma de salir hasta el día siguiente. El conductor me aseguró que llegaríamos.

Así, nada pudo alegrarme más aquel día que entrar en la sección asfaltada que anunciaba la llegada a Chaitén, justo a las 14 horas. Mi alegría sin embargo, se vio interrumpida por el motor de un avión que se elevaba sobre las casas.

Un mal presentimiento me invadió.

Tras pagar al conductor (quien rechazó recibir los 5 mil pesos), eché a correr desesperado hacia el muelle. Corrí como hace mucho tiempo no hacía, como si me persiguiera el demonio, perdiendo el aliento sólo para tragar una bocanada de aire y seguir avanzando en mi afán por alcanzar la barcaza.

Entonces. Mis ojos se dilataron.

Al pisar la costanera, pude observar como un par de millas mar adentro, “La Pincoya” giraba sus fauces y comenzaba a alejarse de Chaitén.

Dios mío… ¿por qué insistes en torturarme?

(Y sí, continúa en la Parte 6…)

Entre tú y mil mares (Parte 4)

(…viene de la Parte 3)

Gustavou | Flickr

Gustavou | Flickr

Pero… no entiendo ¿qué pasó? -balbuceé incrédulo.

Parece que su hermano tuvo un accidente en bicicleta y se fracturó una pierna -respondió la mujer- así que Andrea tuvo que viajar a cuidarlo. De hecho ayer la dejamos temprano en Chaitén para que tomara la avioneta. ¿Tú eres amigo de ella?

Sí. Un amigo… vengo de Santiago a verla -respondí sin ganas de dar mayores explicaciones.

¿Pero cómo? -se espantó mi interlocutora- ¿que ella no sabía que vendrías?

No… era una sorpresa.

La noticia aún me tenía choqueado. ¿Podía el destino ser tan cruel de permitirme preparar un viaje durante 2 semanas y recorrer medio Chile cargado de esperanzas sólo para estrellarme de forma tan absurda contra el único escenario que no podía haber previsto?

No era justo. No tenía sentido.

Casi tan contrariada como yo, la mujer -que luego descubriría era la esposa del dueño del hotel– me ofreció usar el teléfono para llamarla. Hablar con ella no remediaría nada, pero no me sentía en condición de hacer objeciones. Marqué lentamente. Mis dedos aún estaban mojados por la lluvia.

Mensaje. Su celular estaba apagado. Nadie atendió tampoco en su casa.

Intenté llamar a su hermano, pero su celular no respondió. Sólo pude contactar al teléfono móvil de su padre.

– ¿Aló, Tío? Habla Christian… sí, ¿está Andrea con usted?
– ¿Andrea? No, Andrea está en Aysén, allá en La Junta…
– ¿Cómo en Aysén? -repliqué extrañado- Pero Tío, si yo estoy acá…
– ¿Aló? No. No escucho… hay problemas de señal…

[La comunicación se cortó].

Por un instante quedé confundido… y entonces lo comprendí todo: Andrea se había marchado usando una mentira.

Aún siendo la mujer más maravillosa del mundo, mi chica no había superado un gran defecto: zafarse de situaciones incómodas valiéndose de mentiras, muchas veces innecesarias. Una suerte de diplomacia mal entendida a la que seguro había echado el guante para volver a Concepción, presa de la soledad que me había comentado por Messenger las veces que nos comunicamos.

Y nunca comprendí por qué. Quizá por las veces que luchamos juntos, que nos animamos el uno al otro para salvar obstáculos, por todas las cosas que superamos, pero aquel escape, aquella huida… me hizo sentir traicionado.

De pronto, un sujeto de ojos claros, alto y fornido se nos acercó.

Connie… ¿qué está pasando? -preguntó frunciendo el ceño.

Se trataba del dueño del hotel y quien había encargado la construcción de la iglesia. Andrea -que tampoco era una taza de leche cuando se molestaba- me había dicho que tuvieron varios roces por su carácter. Una razón más para querer salir de allí, seguramente.

No lo sé -respondió la mujer- Éste chico es amigo de Andrea y vino a verla desde Santiago, pero recién intentó llamarla y el padre le dijo que todavía estaba acá en La Junta y que no sabía nada…

¿Lo ves? -bramó el hombre indignado- ¡Te dije que Andrea nos estaba mintiendo! Ya me parecía extraño todo eso del accidente y la urgencia por irse…

Oh, Dios. Ahora sí que se había armado.

No sólo había hecho el viaje en vano, quedando varado en un pueblo perdido de Aysén para descubrir que ella se había fugado con una mentira: además la había delatado, comprometiendo su práctica. Esto no podía ponerse peor.

El hombre me dio una mirada de desprecio como si el nexo con Andrea me hiciera partícipe sus culpas y se marchó sin decir una palabra. Por un momento sentí que, si existía un agujero negro en el universo, yo estaba al centro de él.

Me dejé caer desolado sobre una banqueta junto a la puerta. Cual matrioska, cayó sobre mí el agobio de estar preso bajo la oscuridad, bajo la lluvia, la soledad y el aislamiento de un pueblo… que ya estaba en una región aislada.

Como no salía de mi ensimismamiento -y quizá con qué semblante- la mujer se apuró en ofrecerme un vaso de agua.

Escucha -me dijo compadecida- En este momento ya es imposible que te vayas de La Junta. Pero si quieres puedo acompañarte al pueblo para que saques un pasaje en un bus que salga mañana. ¿Te parece?

Asentí automáticamente. Guardó mi bolso y partimos en su camioneta.

Para retribuir su amabilidad, durante el camino le conté quien era y las verdaderas razones que me habían llevado hasta La Junta. Connie me escuchaba atenta, mientras recorríamos las pocas cuadras que separaban el hotel de una casa oscura, que oficiaba como paradero de buses.

Ahora, ¿se han fijado como en las películas, cada vez que alguien dice “esto no puede ponerse peor” efectivamente existe una forma de que se ponga peor?

Pues en la vida real también funciona.

¿Cómo que no quedan pasajes? -exclamó ella mientras yo me azotaba la cara.

En efecto, todos los pasajes a Chaitén estaban tomados. De hecho el bus -que comenzaba su recorrido más al sur- ni siquiera se detendría en el pueblo. La única alternativa era hacer dedo en la ruta… o pasar allí todo el fin de semana.

Sin entender por qué los hados se ensañaban conmigo, volvimos en silencio al hotel. Aunque me habría gustado quedarme, un rápido vistazo a los precios de las habitaciones me hizo desistir de inmediato. Una sola noche allí costaría 2/3 de mi presupuesto.

Antes de despedirme, noté que mi anfitriona tenía un problema con el computador de la sala. Le pedí que me permitiera resolverlo. Era lo mínimo que podía hacer.

Y ahí, mientras trataba de desahogar un saturado Windows a 1400 kilómetros de casa, comencé a burlarme de mi propio infortunio. Todo era tan surrealista que decidí dejar de prestarle atención al mundo. Sólo quería una habitación donde derrumbarme. No valía la pena seguirme torturando.

Cuando me echaba el morral al hombro, Connie se acercó para invitarme a cenar. Preocupado de haber causado ya suficientes líos -y de hallar una pensión- lo rechacé, pero entonces sucedió algo inesperado.

Tomándome de los hombros con una dulzura que no olvidaré, me dijo:

Mira, Christian… en honor a una experiencia muy similar a la tuya que viví hace muchos años, por favor déjame que yo te trate como me hubiera gustado que me trataran a mí.

Sentir aquella mano cuando más perdido estaba me quebró. Acepté, con la voz entrecortada.

Para cuando nos sentamos, todos los huéspedes se habían retirado a sus habitaciones, dejándonos a los 3 en la mesa de madera. Connie me narraba su historia, mientras yo la escuchaba algo cohibido por su esposo, quien comía sin prestarme atención y pronunciando sólo monosílabos de vez en cuando.

(Y puede que haya influido el hambre, pero la comida estaba deliciosa).

Comprendiendo al final que yo no tenía nada que ver en la situación con Andrea -o tal vez por las miradas de reproche de su esposa- el dueño del hotel finalmente decidió romper el hielo conmigo.

– ¿Y dónde trabajas tú, Christian? -preguntó con solemnidad.
– En La Tercera. Soy periodista.
– Ahá. Entonces conoces a la gente que escribe en Mouse
– Por supuesto -comenté orgulloso ante la inesperada fama que parecía tener mi revista- Yo escribo ahí.

De pronto el sujeto me miró de reojo.

Espera… ¿cómo dijiste que te llamabas?

Instintivamente retrocedí un poco del asiento antes de responder (por lo general, cuando la gente asocia mi nombre a algo es o para saludarme o para golpearme…).

¡Christian Leal! ¡Pero si yo siempre leo tus artículos! ¡Tú escribiste el de Starter Edition y el de Creative Commons! ¡Soy fanático tuyo! -exclamó con el rostro iluminado.

¿Pueden imaginar mi cara de… ‘WTF‘? No. No comprendía absolutamente nada. El hombre me tenía que estar embromando. Era eso o en vez de Aysén había arribado a un universo paralelo.

De improviso, saltó de la mesa y se dirigió a un estante desde el cual tomó una pila de CDs que trajo a la mesa. Yo le observaba todavía desconcertado.

Mira… -me mostró sonriente- estos los mandé a pedir por tu artículo de Linux. ¡Me llegaron la semana pasada!

No podía creerlo: era una docena de CDs de Ubuntu. ¿Cómo saber que iba a encontrar un entusiasta de la tecnología que me leía justo allí, en medio de la Patagonia? Era insólito. Mi editor iba a reventar de risa cuando le contara.

A partir de entonces el tono en la mesa cambió radicalmente. Cual amigos de toda la vida, charlamos sobre tecnología, periodismo, política, amor y hasta terminamos planificando negocios. Connie sonreía satisfecha.

Aquella noche no sólo dormí en el hotel como invitado… sino que colmando las ironías, lo hice en la habitación que hasta un día atrás había estado ocupando Andrea. Y mientras me arropaba sin acabar de comprender el torbellino emocional de aquella jornada, llegaba a una resolución: no me dejaría vencer. Como fuera, mañana saldría de La Junta y viajaría rumbo a Concepción.

Mi objetivo era hablar con ella y no volvería a Santiago hasta lograrlo.

Sí. Aquel había sido el día más extraño de mi vida.

¿Cómo sospechar que el siguiente lo destronaría?

(Continúa en la Parte 5…)