(…viene de la Parte 5)

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Sencillamente quedé paralizado, impotente viendo cómo el barco se alejaba.
Por un segundo pensé correr a la playa, hacerle señas cual náufrago, lanzarme a nado, atrincherarme en las oficinas de la naviera y exigir por radio que regresara, pero no tenía caso. El transbordador iba cada vez más lejos…
Me senté solo, ahí mismo en la costanera, a observar cómo desaparecía.
Tras recuperar el aliento, recorrí las oficinas de transporte sólo para confirmar lo que ya sabía: todos los barcos y aviones habían partido. Mi oportunidad más próxima de salir de Palena era tomar una barcaza el domingo, que me llevaría hasta Quellón en Chiloé y desde ahí en bus a Puerto Montt. También podía tomar un avión, aunque costaría 3 veces más caro.

Fraisid | Flickr
Como fuere, en ambos casos tenía que pasar un día completo en Chaitén.
Había perdido -por minutos- la posibilidad de llegar a Concepción.
Comencé a errar por la costanera pensando ya en buscar alojamiento cuando me topé con un pequeño quiosco de turismo. Era de madera con grandes ventanales y se alzaba sobre la playa como un palafito. Dentro, una chica escuchaba radio con cara de aburrida. Las calles de Chaitén estaban desiertas.
Decidí entrar y contarle mi predicamento (no todo, sólo la necesidad de transporte) por si conocía alguna forma alternativa de volver a Puerto Montt. Algún catamarán especial o recorrido del que no estuviera al tanto.
Uf -me dijo mientras recuperaba la compostura- lo veo complicado. Por horario no tienes cómo salir hasta mañana.
(Por favor, dime algo que no sepa).
Pero, ¿sabes? -agregó entonces- en algunas ocasiones, los aviones tienen viajes especiales de empresas. Quizá puedan acomodarte si es que hay alguno disponible…
Sí. Ya consulté y en el único que tienen programado me aseguraron que no les queda espacio -repliqué con desazón.
Mmm… entonces quizá debas ir y preguntar de nuevo. Acá nunca se sabe.
La chica no era especialmente atractiva, pero tenía algo que la hacía agradable. Le agradecí y, mientras salía del quiosco, me detuve por algo que masculló:
– ¿Cómo dijiste?
– Que no pierdas la esperanza -remarcó mientras revisaba unos papeles, ya casi sin prestarme atención.
Es muy probable que para ella sólo fuera una expresión de buena crianza. Claro, no podía sospechar cuán significativas eran esas palabras para mí.
Siguiendo el ejemplo de mi madre que ha obtenido muchas cosas en su vida en base a cateteo (incluyendo a mi padre), recorrí nuevamente las 3 oficinas de aviones de Chaitén. En la primera me miraron con cara de “¿y este es tonto?”, la segunda ya había cerrado, en la tercera tuve que esperar a que el sujeto que atendía cortara el teléfono.
Tú eras el que quería ir a Puerto Montt, ¿no? -dijo apenas colgó.
Respondí afirmativamente, sorprendido de que lo mencionara.
Mira que tienes suerte. Unos gringos necesitaban venir a Chaitén urgente así que pagaron el chárter completo. Y como el avión tiene que regresar a Puerto Montt de todas maneras, te puede llevar de vuelta.
De haber sido gay lo habría besado. ¡No podía creer que mi suerte diera tal vuelco! Aunque saliera más caro, pagué mi boleto gustoso.
Sólo 30 minutos más tarde estaba camino al aeródromo para viajar en la nave de la empresa familiar Hein, cuya mayor anécdota era contar con orgullo que el padre del piloto había unido por primera vez Chaitén por vía aérea aterrizando en las calles del pueblo.
Su hijo heredó la misma pasión por volar y se notó desde el primer momento, cuando lo vi descender de la pequeña máquina disfrazado de Joe McQuack. Sólo esperaba que no pilotara de la misma manera.
Me acomodaron en el último asiento, hacia la cola del avión.
– ¿Por qué debo ir tan atrás si el avión está vacío? -protesté.
– Por lo mismo -respondió el hombre- para balancear el peso.
No estaba seguro si eso debía tranquilizarme.
La primera parte del vuelo me pareció estar inmerso en la dimensión desconocida: el cielo estaba asbolutamente nublado y hacia donde mirara sólo se veían unos metros de blanco invierno. Con mi suerte cambiante, no me habría extrañado toparnos de frente con un jet de LAN.
Sin embargo la travesía no sólo fue mucho más tranquila (y agradable) de lo que habían sido mis últimos 2 periplos sobre aviones, sino que más adelante descendimos hasta una altura que me permitió observar la magistral belleza de la zona. Google Earth era una alpargata.
Apenas descendimos en El Tepual abordé un colectivo al que pagué un poco más por llevarme hasta el terminal de buses. Eran las 15:30 horas del día sábado y, siendo la capital del turismo local, temí que mis posibilidades de viaje volvieran a ponerse en contra mía.
Previsiblemente, el recinto estaba hecho un avispero: una muchedumbre entre nacionales y extranjeros se agolpaba buscando un bus para llegar a cualquier parte, mientras la mayoría de las boleterías exhibían sendos carteles sentenciando “A Santiago agotado”. Ni aún queriendo volver a la capital habría podido.
Concepción tampoco lo hacía mal. Lo mejor que conseguí fue uno de esos recorridos de Tur-Bus que atraviesan todos los pueblos del mundo, saliendo -para rematar- a las 8 de la noche. La encargada me dijo que llegaría pasadas las 6 de la mañana del domingo, lo que al menos me dejaba ese día.
Me consideré afortunado.
Obligado a desperdiciar la tarde, retomé un vicio que casi había abandonado (comer) por lo que decidí honrar la gastronomía local almorzando en McDonald’s. Allí pasé 2 horas jugando Nintendo, viendo capítulos añejos de los Thundercats y preguntándome si no debí haber comprado una cajita feliz para quedarme el juguete (¿qué?… tenían figuritas de Megaman).
Aburrido, pasé la siguiente hora vagando por el centro de Puerto Montt al son de una lluvia intermitente. Y allí, mientras me repetía las mismas vitrinas una y otra vez, el ocio clavó en mi mente una duda que me causó escalofríos.
Si Andrea ya estaba en Concepción, nada impedía que se reuniera con mi rival e incluso que salieran de la ciudad. ¿Podía ser que fuera hasta el Bio Bio sólo para quedar nuevamente rezagado? Por desgracia, habían grandes probabilidades.
El teléfono me tembló en la mano. Si la llamaba, me aseguraría de encontrarla en la ciudad y arreglar un encuentro, aunque perdería el factor sorpresa que tanto me había costado cuidar. Si no lo hacía, me arriesgaba a viajar otra vez… apostando todo o nada.
Llamar o no llamar. He ahí el dilema.
Vacilé por un instante frente a la ruta que conducía a Angelmó y entonces decidí que ya había tenido suficiente. Perdería el impacto de la sorpresa, pero no estaba dispuesto a pasar otra jornada como la de Aysén. Dispuesto a confesar, marqué su número de teléfono.
Al igual que ayer desde La Junta, no obtuve respuesta.
Marque el teléfono de su casa. Me respondió su hermano.
– Hola Pedro, ¿qué tal?
– Hola Christian. Súper bien. ¿Y tú?
Que el motivo del viaje había sido un invento no requería mayor confirmación.
– Bien… ¿puedes comunicarme con tu hermana, por favor?
– No, mi hermana está en La Junta.
Molesto de que se me siguera incluyendo en el jueguito, mi tono se puso ácido.
– Pedro… ya sé que tu hermana no está en La Junta. Por favor pásame con ella.
– Pero Christian, no te estoy mintiendo -añadió mosqueado- mi hermana no está acá, está en Aysén.
La respuesta me hizo detener en seco.
– Pedro… por favor, necesito saber la verdad. Mira, yo ahora estoy en Puerto Montt; acabo de regresar de La Junta y te aseguro que tu hermana no está allá. Me dijeron que salió hace 2 días para Concepción, así que ya debería estar o haber pasado por ahí…
– ¡Te estoy hablando en serio! -replicó inquieto- Hace días que no sé de mi hermana y nunca mencionó nada de regresar a Conce. Ahora me estás preocupando a mí…
Yo me había orinado.
(Figurativamente, claro).
Quedando sólo una hora y media antes de la salida del bus, me encontré hirviendo de angustia mientras llamaba a todo familiar o amigo suyo que registrara mi agenda. Incluso hablé con personas con las que -después de nuestro quiebre- no deseaba mantener contacto, pero fue en vano: Andrea se había esfumado, y nadie, absolutamente nadie, tenía idea siquiera de que hubiera salido de Aysén.
En mi mente, decenas de escenarios trágicos se tomaban turnos para atormentarme. ¿Y si algo le había sucedido en Puerto Montt mientras esperaba abordar el bus? ¿O si había sufrido algún accidente en el camino? ¿O si al llegar temprano y sola a Concepción alguien la había atacado?…
Ella era tan bonita y tan frágil que podía haberle sucedido cualquier cosa… y yo no había estado ahí para protegerla.
Alterado en extremo, liquidé 2 tarjetas de celular y luego me parapeté en un centro de llamados, escupiendo maldiciones cada vez que alguien me decía no tener noticias. Su mejor amiga y su padre comenzaron su propia cadena tratando averiguar donde estaba. Todo resultó inútil.
Cuando mi reloj se preparaba a marcar las 20 horas, yo estaba sentado frente al andén hecho un andrajo. Con los nervios destrozados por la incertidumbre me preparaba a abordar el bus cuando sonó mi celular. El número era desconocido.
– ¿Aló? ¿Christian?
– ¡Andrea! -grité al reconocer su voz.
– Sí, soy yo… ¿pero qué pasa? ¡acá todos tienen el medio escándalo buscándome! -reclamó indignada.
– ¿P-p-pero estás bien?, ¿te encuentras bien? -balbucée aún emocionado.
– ¡Claro que estoy bien, pero estoy muy molesta! -protestó secamente- Acabo de llegar a Concepción queriendo dar una sorpresa a mi papá y mi hermano y me encuentro con que está la escoba porque tú anduviste en La Junta y les dijiste que no estaba…
Sólo en ese momento, diluido el alivio, me cayó el tejo de cuán profundamente la había cagado.
– Espera un momento -la interrumpí notando que el bus se me escapaba- mira, yo ahora voy saliendo para Concepción. Quiero que hablemos…
– ¡Yo también quiero que hablemos! ¡Esto tiene que acabar ahora! -exclamó.
– Okey… okey… -musité.
Ni aquella tarde en el Metro. Ni aquella mañana en la oficina. Ni aquella noche en La Junta. Ni aquel mediodía en Chaitén… sentí una amargura, una derrota y un desamparo como en ese instante.
Deshecho, me hundí en el asiento del bus. Irónicamente, en los asientos del lado, frente al pasillo, viajaba una pareja de adolescentes. Ambos se miraban con ternura, se acariciaban y se daban golosinas en la boca mientras comentaban la película que había comenzado a proyectarse.
Los odié. Sentí deseos de gritarles. De decirles que estaban viviendo una ilusión. Que pronto uno de los dos se traicionaría y quedaría herido. Que estaban disfrutando de una total, absoluta y vulgar mentira.
¿Pero qué sentido tenía?
Me di vuelta y mientras el sopor del cansancio me cerraba los ojos, alcancé a ver que cruzábamos la noche de Puerto Varas, con su gente en las calles, sus risas, su alegría, sus luces…
Quizá Alberto había tenido razón.
(Finaliza en la Parte 7…)